
Los que no habían tenido piedad con la pequeña, se sintieron con el derecho de rogarla. Y ella dejó que le suplicaran lastimosamente, que se arrastrasen en su propia bajeza espiritual. Fue un placer permitirles un momento para que se engañasen con la posibilidad de que hubiese un resquicio para el perdón. Y aquel instante fue tan lento para ellos como efímero para la niña envuelta entre los haces de luz debilitados de la noche. Ella se relamió con la sangre de honrados padres de familia que empuñaron armas aquella fatídica noche, con la sangre de beatonas hipócritas que alentaron a sus compañeros asesinos. Cayeron con absoluta precisión. Se alimentó con todos y cada uno de aquellos seres que no la habían amado, seres de conciencia hedionda y equivocada. Y cuando hubo acabado con su resolución de venganza y su hambre quedó saciada, se enfrentó a la noche. La noche amplia, de sombras exquisitas y eternas. La noche acogedora. Y el sabor de la sangre en sus labios le señaló el nuevo camino.
(Segunda parte del microrrelato escrito por Omaha Beach Boy, alias Voivoda Vlad)
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